

Desde hace más de un año, la vida global se ha trastocado completamente, lanzando un mensaje de alerta sobre nuestra vulnerabilidad como especie y como organización social.
Hoy sabemos que la irrupción (global) del COVID-19 no es fruto del azar o de una estrategia conspiracionista a gran escala.
La alteración sistemática de los ecosistemas que llevamos ejecutando como especie desde hace décadas está evidentemente relacionada con la propagación de enfermedades infecciosas, a través del fenómeno del spillover, o salto interespecífico, origen del 70% de las enfermedades humanas.
Este concepto define la ruptura de las barreras de la especie por parte de patógenos presentes en los animales hacia otras especies y hacia los humanos.
La WWF establece un eje de consecuencias entre la destrucción de la naturaleza, el avance del cambio climático y el creciente riesgo de pandemias. La conclusión es clara: como es de esperar, nuestra salud depende de la salud del planeta.


En hábitats cuidados, los patógenos se distribuyen entre distintas especies generando un equilibrio protector para el ser humano.
Esta balanza se rompe con fenómenos como la intensificación agrícola y ganadera, el consumo de animales silvestres y el tráfico de especies, pero también con procesos multicausales como la deforestación y el cambio climático.
Urbanización descontrolada
La urbanización es uno de los agentes que incide en la destrucción de los hábitats de las especies. Al mismo tiempo, el crecimiento urbano descontrolado genera dificultades para proveer servicios básicos decentes para los ciudadanos. Las favelas, especialmente, reciben la máxima expresión de la pobreza urbana y la desigualdad.
Históricamente, la urbanización y el Desarrollo económico han ido acompañados. Sin embargo, en países en Desarrollo y particularmente en África Sub-Sahariana, muchas ciudades experimentan una urbanización acelerada asociada a condiciones de vida precarias.
The World Social Report destaca que la exposición sostenida a pobreza concentrada en zonas urbanas mal servidas conduce a la marginación y la exclusión, reforzando los mecanismos que perpetúan la pobreza y la desventaja social.
Por ello, la reducción de desigualdades pasa por satisfacer las necesidades de uso de la tierra y vivienda de las personas, asegurando servicios públicos e infraestructuras, mejorando la conectividad y el acceso al empleo formal y decente.
Sin embargo, detener los efectos negativos de la urbanización descontrolada no parece fácil: por primera vez en la historia, más personas viven hoy en zonas urbanas que en rurales y este número debe crecer de 4400 a 6700 millones en 2050.
La ciudad inteligente
Si la ciudad apunta como el entorno más común de las sociedades del futuro, está claro que en el terreno urbano se librará la batalla por una transformación positiva de las tendencias actuales.
La pregunta es: ¿Cómo podemos encontrar un modelo urbano sostenible, capaz de dar solución de manera realista a los fenómenos de pobreza urbana, desigualdad y de explotación intensiva de los entornos naturales?


Hay pocos conceptos tan polémicos como el de ciudad inteligente en el discurso del desarrollo.
Asociado tanto al marketing de la ciudad hiperconectada como a la sostenibilidad que reclaman las políticas de desarrollo, el término enfatiza en las inversiones en el capital humano, las infraestructuras de transporte, la gobernanza participativa y la gestión eficiente de los recursos.
Seguramente la propuesta definitiva requiere una apropiación local de dicho término, en función de la cultura, la historia y las condiciones de cada urbe para hallar una manera inteligente de vivir. En cualquier caso, el desafío está en llevar de una vez a nuestras políticas y prácticas cotidianas lo que actualmente se mueve únicamente en forma de discurso normativo (o, como reclama Greta Thunberg, actuar como si la casa estuviera en llamas).
El economista Thomas Pikkety afirma que el relato propietarista, emprendedor y meritocrático que ha legitimado el estado de cosas (desigualdades incluidas) de nuestra organización social muestra una fragilidad que estamos obligados a abordar de manera global.
Como contrapropuesta a dicho relato, el autor de “Capital e Ideología” sitúa la construcción de una sociedad más justa en la organización de relaciones socioeconómicas, de propiedad y distribución de ingresos y patrimonios orientada garantizar las mejores condiciones de vida para todos sus miembros.
Yendo más allá, podemos afirmar que esas soluciones deben integrar también modelos de relación con la naturaleza más equilibrados, que reconozcan a las otras especies como iguales en el derecho de habitar en las mejores condiciones de vida posibles.
La respuesta a los desafíos de nuestro tiempo pasa por transitar del discurso a la praxis. Ahí la ciudad, como entorno local, como el eje de aquel famoso slogan de «Think globally, act locally» es el escenario inevitable de todos los ensayos posibles.