

En 1994, el Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) incorporó un nuevo concepto de seguridad que venía a sustituir décadas de seguridad militarizada centrada en el Estado y dejando de lado a las personas. Este nuevo concepto, bautizado como Seguridad Humana, proponía que el sujeto de las políticas de seguridad fuera el individuo y, con ello, se pretendía que el Estado garantizara la supervivencia y bienestar de todas las personas sin importar su identidad ni condición. Desgraciadamente, más de dos décadas después, el acceso a la seguridad sigue siendo desigual en el mundo y no son pocos los autores y autoras que han señalado que el adjetivo “humana” no tenía detrás a cualquier individuo independientemente de sus particularidades, sino que enmascaraba al varón, blanco, heterosexual, cisgénero y de clase acomodada como modelo ideal de “humano” (Steans; 1998). Por tanto, es necesario que, cuando implementemos programas de desarrollo, evitemos obviar que nuestro individuo es diverso, y pongamos especial énfasis en que al menos la mitad de los sujetos son mujeres que requieren de medidas específicas.
El concepto Seguridad Humana define la seguridad como “libertad de miedo”, pero también como “libertad de necesidades”. De este modo, la seguridad queda ligada a otro concepto muy conocido en el ámbito internacional, como es el Desarrollo Humano. En este nuevo marco conceptual, una persona no puede estar segura a menos que en su entorno haya un desarrollo suficiente para permitir su realización personal y, al mismo tiempo, una persona no puede realizarse personalmente a menos que esté segura. El enlace que permite la retroalimentación entre estas dos condiciones es uno: el empoderamiento (Hans & Reardon; 2010).
Empoderarse es una palabra reflexiva: significa “hacerse con el poder”. Esto quiere decir que nadie puede empoderar a otra persona, las personas se empoderan a sí mismas y es a través de esta nueva condición como consiguen cubrir sus necesidades y quedar libre del miedo a otros. Cualquier otro modo de cubrir las necesidades sería un parche temporal, pues supondría que la persona no tiene miedo ni padece carencias porque otra persona o entidad le proporciona los medios, y esto se paga con dependencia. Una persona dependiente no tiene poder sobre sí misma, y alguien sin poder, tarde o temprano, volverá a caer en la necesidad y el miedo.
¿Dónde está, pues, el dilema entre Seguridad Humana, que parece garantizar el empoderamiento de todas y cada una de las personas; y la crítica feminista? Sencillamente, en que, para que una persona se empodere, adquiera poder, debe alterar el reparto de poder previo. Y este reparto está condicionado, entre otras, por la barrera del género: las sociedades han construido una estructura en la que lo “femenino” se percibe como inferior y, por tanto, subyugado a lo “masculino”. En esta estructura todas aquellas personas que presenten rasgos alternativos al hombre ideal estarán siempre por debajo de éste (Torres Angarita; 2010). El hombre ideal es blanco, es heterosexual y es cisgénero. Esto quiere decir que, según la crítica feminista, las mujeres, así como las personas homosexuales, bisexuales, transexuales y/o con una identidad étnica diferente al hombre blanco occidental, tendrán siempre menos poder; y a menor poder, menor seguridad; a menor seguridad, menor desarrollo.
¿Cual es la solución, entonces? Para conseguir un desarrollo pleno de las sociedades, quienes nos dedicamos a los proyectos de desarrollo humano debemos de tener siempre en cuenta las particularidades que subyacen en la diversidad de género. Y esto significa que no podemos conformarnos con poner el adjetivo “humano” y pretender que esto sea inclusivo y represente a todas y cada una de las personas y su diversidad. Hay que hablar explícitamente de mujeres, hay que hablar explícitamente de diversidad sexual, hay que hablar explícitamente de diferencia étnica (Carcedo, 2006). Porque, cuando no hablamos explícitamente de ello, cuando no hacemos un apartado en nuestros proyectos dedicado exclusivamente a estas diferencias, estamos dando por sentado que la experiencia de inseguridad y de subdesarrollo es la misma para todas las personas. Sin embargo, algunas personas siempre estarán más seguras y predispuestas al desarrollo que otras, dependiendo de qué lugar ocupen en la jerarquía de género (Hudson; 2005, Sylvester; 2010).
Por poner un ejemplo simple: si no especificamos que parte de los individuos con quienes trabajamos son mujeres y que, por tanto, estas son susceptibles de padecer un riesgo de violación y agresión sexual, no incluiremos políticas contra la violación y las agresiones sexuales en nuestros proyectos, ni tampoco incluiríamos más tarde un índice de violaciones y agresiones sexuales para valorar el impacto de nuestro trabajo. Como resultado, podríamos pensar que hemos implantado un proyecto con éxito a pesar de que las mujeres siguen sufriendo un tipo de violencia que no tuvimos en cuenta por tomar como modelo al hombre. O, lo que es lo mismo: daríamos por exitosos el desarrollo y seguridad de una sociedad en la que el 52% de sus integrantes están sujetas a la violencia cotidianamente. Parece una exageración, pero es una realidad.
En conclusión, debemos implementar un ángulo de género en todos y cada uno de nuestros proyectos, ponernos las famosas gafas violeta e intervenir hasta en la más ínfima de las violencias estructurales contra la mujer: crear grupos de mujeres para que puedan expresarse libremente, favorecer que tomen el liderazgo y cargos de responsabilidad, que sean portavoces del cambio que quieren y que reivindiquen la parcela social que les pertenece. La mujer ha de ser la protagonista de su desarrollo. Porque una sola mujer subordinada hoy, puede ser el fracaso de una sociedad entera mañana. Y es que el desarrollo y la seguridad, tan ligados entre sí, serán feministas, o no serán.
Autor: Chrístopher Casas trabaja con el equipo de GlobalCAD desde septiembre 2016. Tiene experiencia profesional en redacción, gestión de prensa y producción de fotografía y vídeo, pero también como consultor y supervisor de proyectos para el desarrollo. Tiene experiencia académica en el análisis de género, campo de estudio al que se introdujo por primera vez en una estancia en la Universidad de Tampere (Finlandia), y en cómo éste atraviesa transversalmente cuestiones de clase, etnia u orientación sexual.