Fernando Casado, director de CAD, reflexiona sobre el mundial de fútbol 2014 que se está celebrando en Brasil y analiza el movimiento de indignación que recorre todo el país.

Enlace a la fuente original: Voces (El Mundo)

Nadie imaginó que un Mundial en Brasil arrancaría con tanta polémica. Algo que siempre ha caracterizado a Brasil ha sido su pasión por el futbol. La denominada Canarinha es la selección que más campeonatos mundiales ha ganado (la única pentacampeona), la única que ha participado en todas las ediciones del Mundial sin jugar nunca la repesca. Nadie duda de que el futbol es su deporte rey por excelencia. Se considera más que una religión y la efervescencia pasional que genera quizás solo tiene comparación con su vecino Argentina.

Sin embargo, algo esta pasando en Brasil que la gente no quiere festejar. Un gran movimiento de indignados que incluye a sindicalistas, profesores, funcionarios públicos, miembros de la sociedad civil organizada, estudiantes y hasta partidos políticos, lleva un año minando la calles de centenares de ciudades en contra del Mundial.

Paseando por las calles de Sao Paulo, uno tiene la sensación de estar más en una ciudad resistiendo una ocupación que en la anfitriona mundial de su deporte por excelencia. Policías antidisturbios en varias esquinas son increpados por manifestantes a gritos de «queremos escuelas y hospitales, no estadios»; «salud y educación, menos selección» o «nuestros héroes son maestros, no futbolistas». Los que celebran el mundial lo hacen casi susurrando y mientras tanto, se anuncia que el país se blindará con 150,000 agentes de seguridad, el triple que en Sudáfrica.

Curiosamente, el progreso social logrado por Brasil en los últimos años no es baladí. Como recuerda la OCDE en un informe reciente, la población en pobreza extrema que vive con menos de 2 dólares diarios pasó del 23,2% al 5,9% de la población total entre 2002 y 2012. Además, cerca del 53% de la población ahora tiene un trabajo formal, disfruta del acceso al crédito y ha adquirido un auto o una moto en este periodo. Pero no es suficiente. A pesar de los avances, Brasil es la segunda economía más desigual del G20 (después de Sudáfrica), y según las últimas estadísticas, 11,6 millones de personas siguen viviendo en favelas sin acceso a servicios básicos.

Sin embargo, ante estas necesidades, la indignación no parece estar cuestionando tanto si invertir o no en el Mundial (el gobierno calcula que el evento puede generar al país un crecimiento del 0,4% del PIB acumulado hasta el 2019) sino la falta de planificación, la mala gestión y la opacidad en torno a las inversiones y cesión de derechos de la industria.

Desgraciadamente, esta opacidad inexplicable parece ser el halo inalienable que caracteriza a la historia de la FIFA y a la industria del futbol. La pasada semana sin ir más lejos, el diario Sunday Times publicaba documentos que parecen demostrar que hubo pagos ilícitos para comprar la candidatura de Catar 2022 (5 millones de dólares, concretamente).

Por lo tanto parece que el tema viene más bien de lejos y apunta a la propia gobernanza y tendencia caciquista de la organización. ¿Cómo puede ser que una Federación que mueve tantos intereses, genera una economía tan desmesurada y cautiva la atención de más de medio mundo, sea gestionada de manera tan arcaica, no plantee una reforma profunda de gestión más participativa y no maneje los recursos de manera transparente y con rendición de cuentas?

Es obvio que no sólo la FIFA, sino la industria entera del fútbol se ha de reformar. Se estima que este Mundial será observado por la increíble cifra de 3.500 millones de espectadores (la mitad de la humanidad). Que en Brasil, la cuna del fútbol, la ciudadanía esté indignada debería hacernos reflexionar sobre cómo gestionar mejor los mundiales, cómo alinearlos con planes nacionales de desarrollo y cómo asegurar que el juego limpio no se promueva sólo en los campos sino sobretodo en los despachos de los que gestionan la industria.

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